Molano le heredó a Colombia la crónica de cómo es en realidad

El sociólogo y periodista Alfredo Molano Bravo falleció este jueves a los 75 años.
Su voz siempre radical se fue apagando. Y esa señal resultó inequívoca. Se murió en un amanecer de un día que no le gustaba mucho porque prefería las fiestas populares de indígenas, campesinos y afros que festejos importados. O los condumios y los remates de las corridas de toros en los que pontificaba, como en ninguna otra materia, con la sapiencia de esos viejos aficionados que lo han visto ya todo.
Su legado no desaparecerá en años. Son decenas de libros, de artículos, conferencias, entrevistas, programas de televisión y crónicas publicadas desde hace cuatro décadas y leídas con fruición por decenas de personas que lo convirtieron en personaje nacional.
Su estilo, aunque en apariencia sencillo, no ha tenido buenos emuladores. Con una grabadora o una libreta de apuntes recorrió las entrañas de una Colombia que en esos años setenta y ochenta casi nadie conocía. Indagó primero por los sobrevivientes de la Violencia, de esa matanza entre los más pobres de los pobres que manchó de sangre los campos y pueblos.
Quiso indagar qué pasaba con esas personas que rindieron testimonio en el libro La Violencia en Colombia, de monseñor Germán Guzmán, Orlando Fals Borda y Eduardo Umaña Luna y que se estaban muriendo de viejos, y ahí nació su primer libro, Los años del tropel. Gracias a un amigo que le consiguió recursos para ir tras esos sobrevivientes a los que no tuvo que rogar demasiado para que le hablaran. Entonces cogió sus testimonios y los puso en primera persona. No se sabía qué era del entrevistado, qué de él y qué de la ficción.
Su método de trabajo fue aceptado por editores osados y aplaudido por lectores sorprendidos que compraron su libro, y ahí comenzó su carrera de escritor.
Este método, sin embargo, no le había dado resultado en la academia. Después de graduarse como sociólogo en la Universidad Nacional de Colombia fue a estudiar a París, y su director de tesis fue el colombianólogo Daniel Pécaut, quien leyó su trabajo de grado y se lo devolvió repleto de anotaciones en las que le pedía que aclarara cuáles párrafos correspondían a sus entrevistados, cuáles eran de su cosecha y en qué estudios o investigaciones se sustentaban. Como Alfredo no quiso corregir, Daniel le dio el texto a otro profesor francés que hizo las mismas críticas.
En ese momento –me contó Alfredo en una entrevista para El Espectador, hace muchos años– había tomado una decisión trascendental en su vida como cuando decidió con quién casarse, cuándo separarse y con quién volver a convivir. Su respuesta a los profesores franceses fue enfática: no enmendaría una sola frase de su texto, así no se graduara. Y no le dieron el grado.
No le importó. Después de esos años en París, en los que gozó como solo el buen viajero lo sabe hacer, regresó. Vendrían luego trabajos con los colonos en muchas zonas del país, con decenas de presos en las cárceles de muchos sitios de Colombia y del exterior y con personas comunes y silvestres con las que se encontraba en su infinito recorrido por trochas y caminos.
No importaba sobre lo que escribiera. Siempre había un mensaje explícito o tácito en el que se expresara que la única manera de alcanzar desarrollo y bienestar era en fraterna convivencia.
En uno de esos viajes los paró la guerrilla de las antiguas Farc, y aquí un paréntesis para contar que casi siempre recorrió esos caminos con su amigo de todas las horas, el también sociólogo Fernando Rozo y, en muchas oportunidades, con la madre de sus dos primeros hijos, la socióloga Martha Arenas.
En esa oportunidad, Alfredo les gritó a los guerrilleros que era amigo de ‘Alfonso Cano’, que había estudiado con él en la Nacional, que por favor llevaran el mensaje y que aprovechaba para pedir entrevistarlos porque él era también periodista. A los tres días llegaron guerrilleros con muy buenas bestias y los invitaron a subir. Le hizo una larga entrevista a ‘Manuel Marulanda’. Y repitió cada vez que pudo.
Estos trabajos y la denuncia constante de abusos y maltratos lo convirtieron en persona indeseada por los intolerantes de voz y de gatillo infalible. Fue amenazado y le tocó salir del país. Un exilio que lo fatigó y lo abrumó, así ya fuera reconocido en el exterior y halagado en tantos sitios. No duró mucho tiempo y prefirió volver y andar siempre con guardaespaldas a vivir con el corazón en la mano por esos crímenes que se repiten.
Profesión: periodista

El sociólogo y periodista Alfredo Molano Bravo falleció a los 75 años
Cuenta su hijo, periodista en El Espectador, Alfredo Molano Jimeno, que durante años estuvo indagando por la profesión de ese padre al que le encantaba montar a caballo en su casa de La Calera y en los viajes que hacían en vacaciones, fumar puros y echar carreta hasta que un día la policía los paró en un retén y le preguntó al padre qué hacía, y él, muy seguro, contestó: periodista.
Porque, además de viajar por esos sitios recónditos del país que guardaba en su memoria y recitaba con la precisión del más curtido geógrafo, de hablar con sus habitantes, pero no con los poderosos, sino con los más sencillos y los más profundos, Alfredo Molano Bravo se especializó en hacer crónicas para revistas en las que, como un camaleón, tomaba la piel y el oficio de otros y daba testimonio de esas vidas ajenas.
Las columnas periodísticas dominicales en El Espectador fueron también durante años su encarrete y deleite para sus lectores. En ellas trató temas diversos. Casi siempre relacionados con la denuncia de situaciones aberrantes, de crímenes sin castigo, de injusticias sociales; y, cómo no, ventiló muchas veces su vida privada.
La de una separación temporal de su segunda esposa, Gladys Jimeno, fue histórica. Su voz recia se volvió dulce y romántica para narrar que ella se había ido llevándose su perfume, las flores que nunca faltaban en el jarrón de vidrio azul y el libro chino de las predicciones que consultaba regularmente.
Nunca le importó el qué dirán. En los momentos más álgidos de las protestas antitaurinas fue uno de sus portavoces y salió en defensa de la fiesta brava, que amó y disfrutó como ninguno, desde las gradas de las plazas de Bogotá y Manizales o desde el burladero de prensa, que ocupó en los últimos años, cuando logró hacerse un lugar privilegiado como cronista taurino, otra de las escrituras que le fascinaban porque en ellas podía dejar salir su lado más poético. Admiraba las crónicas taurinas de Antonio Caballero y lo emuló, con un estilo muy propio.
Abuelo querendón
Antonia, la hija de Adriana, se había convertido en la nieta preferida. La niña de sus ojos. A ella le escribió una carta abierta en la que le hace un relato ajustado de su existencia y se detiene en nombrarla encargada de transmitirles a los otros nietos un mensaje muy importante. Se trataba de compartirles que el momento más feliz de su vida fue cuando se firmó la paz entre el Gobierno colombiano y la guerrilla más antigua del mundo, porque seguramente este acontecimiento les iba a dar la oportunidad a ellos, a sus nietos, de vivir por fin en un país en paz.
Una paz por la que Alfredo luchó cada día. No importaba sobre lo que escribiera. Siempre había un mensaje explícito o tácito en el que se expresara que la única manera de alcanzar desarrollo y bienestar era en fraterna convivencia. Que los desacuerdos se solventan con argumentos, no con balas. Que la guerra es la peor enemiga.
Y por eso vivió 75 años contento. Montando a caballo, bailando vallenato; de vez en cuando, escribiendo sobre lo que quiso y cómo quiso, queriendo a ese montón de amigos que fue atesorando, pero no solo en Bogotá sino por esas trochas, por la selva, por los ríos y por los llanos que tanto quiso.
No habrá día en que su nombre no sea recordado aquí y allá con el cariño y el aprecio de quienes han sido compadres para las que sea.
Fuente: El Tiempo